El campo mexicano, la Revolución y Lazaro Cardenas

Desde 1913 en que se lanzó a la Revolución hasta 1970, año de su muerte, Lázaro Cárdenas no dejó un momento de servir a México. Estos 58 años se dividen en tres etapas clara-mente definidas: la del soldado y el funcionario, desde 1913 hasta 1934; la central, la más brillante, que comprende su sexenio en la presidencia, y los 30 años finales en que vuelve a las armas —segunda Guerra Mundial— e inicia, en condiciones dramáticas, el retorno al pueblo del que ha nacido.
Cárdenas era ante todo un hombre político. Por primera vez en nuestra historia no fue un liberal ni un populista, sino un presidente empeñado en borrar la desigualdad mexicana mediante una audaz reforma agraria y una política obrera que hizo de los trabajadores la punta de lanza de la Revolución triunfante. Se empeñó en devolverle a México sus riquezas naturales enajenadas, enfrentándose al imperialismo norteamericano y a la burguesía agraria e industrial dependiente de los mercados extranjeros.
Creo que no se le ha hecho justicia. En su época se le acusó de comunista, y ahora los jóvenes historiadores lo acusan precisamente por no haberlo sido y le cuelgan las etiquetas de populista, de bonapartista e incluso de fascista.
Cárdenas no logrará ser entendido fuera del marco de la Revolución Mexicana. Ejecutor de la siempre diferida Constitución de 1917, demostró que era posible cambiar el curso de la historia ocupándose ante todo de la enorme masa marginada de los indios, de los campesinos y de los obreros, pero un país como el nuestro no puede cambiar radicalmente en seis años. Alejándose de los ejemplos de Carranza, de Obregón y de Calles, obsesos del poder, rehusó la nada remota posibilidad de reelegirse, y, cuando entregó el mando al general Manuel Ávila Camacho, prometió no intervenir nunca en la política activa, promesa a la que guardó fidelidad hasta su muerte.
En 1940, a causa de la segunda Guerra Mundial y del llamado a la unidad nacional, recomienza la etapa del populismo de la que no hemos salido. El gobierno, sin dejar su papel de rector de la vida económica, social y política de la nación, optó por el camino de la industrialización y el desarrollo capitalista. Se creyó, equivocadamente, que es-tos supuestos resolverían los eternos problemas de México.
Ya en los años sesentas se advirtieron dos fenómenos inquietantes. El campo en manos de los neolatifundistasalquiladores de tierras ejidales, falsos pequeños propietarios, monopolistas de insumos, de maquinaria, de mercados, y por su-puesto las transnacionales— descuidó los alimentos básicos y se reveló incapaz de proporcionar el trabajo que debían generar los ejidos colectivos del general Cárdenas. Entretanto, las masas campesinas crecieron desmesuradamente y emigra-ron a las ciudades en busca de empleo, pero tampoco aquí la industria de transformación logró absorberlas y surgieron millones de desempleados o de subempleados en el campo y en las ciudades mientras el 1 % de la población usufructuaba el 40 % del producto nacional bruto.
Curiosas simetrías de la historia. En 1910 después de treinta años de porfirismo estalló su fracaso, y en 1970, al cabo de otros treinta años, se hizo patente la ruina del modelo populista. Habíamos fracasado nuevamente en el orden político, en el orden social y en el orden económico. La necesidad de crear una infraestructura de la que se aprovechó la nueva clase industrial y neolatifundista nos obligó a endeudamos y se acrecentó nuestra dependencia de los Estados Unidos.
Cárdenas contempló impotente la destrucción de su obra, aunque no permaneció inactivo. Como vocal ejecutivo de las Comisiones del Tepalcatepec y del Balsas construyó presas y caminos, edificó hospitales, ciudades e industrias, trabajó por los más desvalidos, y a pesar de un esfuerzo agobiante, sostenido durante treinta años, vio con amargura que si bien enriqueció al país, los principales beneficiarios de esta enorme tarea fueron en última instancia los neolatifundistas herederos del hacendismo y los monopolistas extranjeros herederos de la Colonia.
Se ha leído con poca atención su diario. Cárdenas se fue transformando en un escritor político y en un crítico del sistema.
"Hemos sido capaces —dice en sus Apuntes— de hermosear ciudades, levantar estructuras monumentales; construir grandes obras de almacenamiento para irrigación y generación de energía; abrir vías de comunicación, centros de cultura, de salubridad, de asistencia pública, museos; verificar olimpiadas internacionales; anunciamos una economía nacional próspera; contamos con técnicos en todas las ramas; sin embargo, para justificar la revolución agraria carecemos de visión o voluntad para hacer de las unidades ejidales ejemplo de organización y de producción agrícola."

La reforma agraria constituye nuestro talón de Aquiles. En 68 años de luchas no ha sido posible solucionar este problema básico, lo cual revela que no hemos logrado des-hacernos de los patrones coloniales. La concentración de riqueza que se advierte en la industria y en las finanzas se da también en el campo. Treinta millones de mexicanos viven de peones, de parcelas minúsculas o concentrados en ejidos, privados de créditos, asesoría técnica y mercados. La pugna entre el ejido miserable y el rico neolatifundio, lejos de llegar a un equilibrio, empeoró, y las consecuencias re-vierten sobre el conjunto de la economía nacional.
La clase campesina ha sido, por siglos, la más castigada. Se le ha despojado de sus mejores tierras, se le ha confinado al minifundio y ha llegado a tal deterioro que se ha visto obligada a dejar sus parcelas insuficientes y a emigrar a las ciudades y a los Estados Unidos, haciendo la vida imposible en los grandes centros urbanos e industriales.
El neolatifundismo, en vez de satisfacer la demanda de ce-reales obliga a importarlos; la producción de fertilizantes, de alimentos animales, de huevos, de pollos, gallinas, cerdos, medicamentos, la retienen las transnacionales, no por falta de técnicos, sino por la estructura misma de un sistema que ha favorecido la penetración del capitalismo extranjero.
Esta situación no va a mejorar pronto. Si el problema de la expropiación petrolera sólo pudo dominarse con la movilización de todas las fuerzas nacionales, el hondo y trágico problema que nos plantea una reforma agraria desvirtuada sólo también logrará resolverse con otra movilización general de nuestros recursos humanos, tecnológicos y científicos.
Cárdenas se dio cabal cuenta de que muchos de los funcionarios encargados del campo ni amaban a los verdaderos campesinos ni entendían la significación del ejido. Se habían hecho ricos introduciendo la corrupción y merecían un castigo, lo mismo que lo merecían los comisarios ejidales traidores a los suyos.
"La importancia del ejido en la vida económica agrícola de México —escribió el 20 de noviembre de 1957— se podrá medir con sólo considerar que, en la actualidad, la mitad de las tierras de labor están en sus manos. Fueron brazos de ejidatarios los que hicieron producir en 1950 el 62 % de la superficie cosechada de maíz en la República, el 56 % de la de trigo, el 60 % de la de frijol, el 77 % de la de ajonjolí, el 30 % de la de algodón, el 70 % de la de garbanzo y el 58 % de la caña de azúcar. El ejido tiene por tanto sobre sí la responsabilidad de dar de comer y de surtir de materias primas a las industrias. Un ejido raquítico, débil o miserable es la negación de la Revolución Mexicana. Y, para que el ejido florezca y cumpla su función de aumentar la producción agrícola y de liberar económicamente al hombre del campo, hay que afrontar, con decisión e integridad, todos y cada uno de sus problemas."
Lo que dijo el general Cárdenas sobre la reforma agraria cayó en el vacío. Los cinco presidentes posteriores a su mandato se guardaron mucho de darle un cargo que pudiera interferir con su modelo de beneficiar ante todo al agricultor privado y lo mantuvieron alejado de la toma de decisiones.
Hoy el gobierno le teme al neolatifundismo, el verdadero usufructuario de la reforma agraria, y cuando a finales de 1976 le expropió algunos millares de hectáreas mal habidas, debió pagar una generosa indemnización. No fue ésta la lección de Cárdenas. Los barones de la tierra le hicieron ver que la producción, dejada a sus antiguos peones, se desplomaría sin remedio, y aun lo amenazaron con ofrecer resistencia. Cárdenas no se inmutó. Ante la rebeldía, armó a los campesinos, y los orgullosos hacendados —resto del feudalismo agrario— se resignaron a cultivar su parcela y a renunciar a su vida de absentistas. Andando el tiempo, los ejidos colectivos demostraron su eficiencia y fue necesario que una ofensiva constante del gobierno completara su lenta destrucción. Cosechamos lo que sembramos. La repartición cardenista, hecha bajo la presión de una lucha que no admitía dilaciones, registró errores, y se empleó mucho tiempo para corregirlos y afianzar la economía. Lejos de ello, esta vez sí, la política había dado un giro de 180 grados. El 85 % de la inversión en el campo se dedicó al riego, las tres cuartas partes a beneficiar la producción del neolatifundismo, y el resultado fue que los 25 mil ejidos de la República dejaron de ser siquiera autosuficientes y cayeron en el minifundio, originándose el exceso poblacional, el éxodo a las ciudades y la carencia de la producción agrícola.
Ahora el neolatifundio es mucho más poderoso que el ejido, siguiendo un patrón colonial invariable, y mientras nosotros no nos resolvamos a quebrantarlo, comenzando de nuevo por el campesino y reconstruyendo el ejido colectivo, nunca lograremos salir de la miseria y la desigualdad.
Bien sabemos, y lo repetiremos siempre, que esta inmensa tarea ha de estar inserta en un proyecto nacional. Al caos del campo, a la marginación de 30 millones de campesinos miserables responde una estructura administrativa y burocrática carente de una visión redentora. Debemos llamar a nuestros jóvenes profesionistas, establecer cuadros técnicos, politizar a los campesinos en una campaña nacional de intensidad igual a la cardenista, recrear los ejidos colectivos en los distritos de riego pagados con el dinero del pueblo, levantar la economía de los ejidos pobres mediante acciones escalonadas, invertir lo necesario para que sean autosuficientes y tengan un acceso a los mercados, y acabar con la corrupción, una de las lacras nacionales, castigando a los ladrones y devolviéndole su espíritu agrario a la Revolución.
No es el ejido colectivo la única forma posible de organización. Cárdenas hablaba de darles pastizales y bosques a los campesinos, a fin de formar ejidos ganaderos y forestales, y se ocupó de llevar industrias al campo y de diversificar la producción agrícola.
Sobre cualquier consideración existe el deber de liberar al país científica y tecnológicamente, de no importar modelos tecnológicos extranjeros cuando no podemos siquiera, después de cuarenta años de industrialización, reparar un tractor. Es hora ya de construir nuestra propia maquinaria agrícola, de producir nuestros alimentos y fertilizantes, de no depender más de las transnacionales.
Cárdenas luchó hasta el fin por alcanzar esta liberación. Como profeta armado —el Presidente— se empeñó en dotar de una economía a los campesinos y a los obreros, demostrando que era posible realizar el sueño de un país en el que no prevaleciera la infame desigualdad de la Colonia, y como profeta desarmado —el ex Presidente— volvió al pueblo y trabajó sin descanso por sus mismos ideales. Fue en realidad el último de los revolucionarios de 1910.
"México --escribía poco antes de morir—, sin duda, tiene grandes reservas morales para defender sus recursos humanos y naturales y es tiempo ya de emplearlas para cuidar en verdad que el país se desenvuelva con su propio esfuerzo."

Vencido una y otra vez, lo sostuvo su fe en los margina-dos y en su destino superior. En este sentido era también el último de los grandes utopistas mexicanos, sólo que su utopía se fundaba en las inmensas posibilidades de un pueblo desdeñado a lo largo de la historia. En él encontró su verdadera vocación y la fuerza para resistir el aniquilamiento de su obra. Al final, sobre la retórica oficial, él, que tanto amó al pueblo, se sintió rodeado de su amor recíproco. Especie de Quetzalcóatl, era el esperado, el que pudo haber devuelto a México su antigua grandeza. Su sueño de la igual-dad, al afirmarse la desigualdad, pareció desvanecerse. Sin embargo, el pueblo creció, se ha hecho un gigante, está golpeando rudamente a nuestra puerta y debemos abrirle si no deseamos ser aplastados. Con él volverá Cárdenas y volverán los otros utopistas, los que nunca aceptaron la carga dolorosa de la desigualdad que ha pesado sobre nosotros y que hoy constituye nuestro mayor problema.
Texto tomado del Libro Lazaro Cardenas y la Revolución Mexicana - El Cadenismo Vol III
Fernando Benitez.

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